A mis ochenta años mi molino era y es mi fuente de vida, mi mundo, donde entraba. Después de la cosecha entraba; me dormía a veces, en ese camastro tan duro, otras tan confortables, con esas formas tan deliciosas, esos sabores que te atrapaban, uno nunca se sentía solo.
Mi esposa me regañaba si pernoctaba; mi hijo por el contrario me alababa; aseguraba que me sentaba mejor, tenía buen aspecto, esas paredes saludables, hacía que irradiase, salud plena.
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