jueves, 28 de mayo de 2015

El Señor de los Infiernos (I)

-Estamos perdidos
-Yo creo, que el Señor de los Infiernos, está debajo de éstos árboles.
-Yo soy de la opinión que está entre estas montañas.
-De acuerdo, hagamos una apuesta. Quien pierda se quedará con él.
-Y ¿si ninguno tiene razón?
-Entonces no habrá que temer nada.
Empezaron a caminar; atravesando ríos, cascadas y montañas en el reino de Escocia, en el siglo XIII. Sin embargo, se perdieron y no se supo nada más de ellos.
Hasta ahora, porque unos expedicionarios, siguieron el camino donde se habían perdido.
-Deberíamos comenzar a conjurar, para ver donde tenemos que buscar.
-¿Has traído el libro?
-Aquí lo tengo.
-O señor de las tinieblas, indícanos donde está tu guarida.
En lugar de, el Señor de las Tinieblas, apareció un duendecillo avisándoles, de que no pronunciasen muy alto, porque aparecía con su cabellera larga y con una cinta en el pelo, con una túnica blanca y un cetro. Además le acompañaría su perro fiel compañero, que tenía los ojos rojos y que era mitad lobo; siempre enseñando los dientes y el color del animal era negro.
Intentamos dispersarnos para poder proseguir cada uno por su lado, entonces, apareció un hombre con unos músculos impresionantes, la barba hasta el pecho, rubio con ojos azules pequeños; montado en un carro de oro, tirado por dos ciervos; en la mano izquierda, portaba un rayo. Como notaba que los ciervos casi no corrían, soltó el rayo y los azuzó con el látigo para que fuesen más rápido.

Nosotros, intentábamos llegar a un poblado llena de cabañas con techo de paja y de madera, que estaba muy próximo al mar y pedir prestado una barca.
Teniendo la mala suerte, de que no nos dio tiempo el llegar porque nos alcanzó él. Nos lanzó una cuerda y nos atrapó; nos llevó a rastras, como un saco de patatas,  ya que iba muy rápido por las montañas picudas.

No sabemos como conseguimos soltarnos, pero lo que si sabemos, es que según nos arrastraban, observamos a una joven hermosa, pelirroja, con una diadema de oro, con una túnica blanca y verde, con manos delicadas y un anillo de oro en el dedo meñique, acariciando la larga barba blanca de un hombre anciano que llevaba una túnica azul con rojo en las mangas, en un grueso árbol milenario, Cuando nos soltamos desaparecieron.

No hay comentarios:

Publicar un comentario